Linda creció, y se convirtió en una perrita encantadora, llena de alegría y energía. Cada día era una aventura con ella, aunque también diera algunos problemas. Era muy caprichosa y juguetona, y nunca se cansaba… al menos, no antes que yo.
Recuerdo muy bien aquel día. Ella tenía dos años, pero todavía se comportaba como si tuviera siete meses y viera el mundo por vez primera. Yo volví cansado del trabajo, y ella estaba en casa para recibirme, saltarme encima, intentando lamerme la cara. “Ya, ya, calma”, le dije, intentando apartarla, porque en verdad estaba agotado.
Pero por agotado que estés, bien, un perro tiene necesidades. La casa estaba milagrosamente limpia, solo un charco de orina junto al sofá, y pensé que si se estaba aguantando hasta que yo llegara bien merecía un premio, ¿no? Como un buen paseo.
Qué estupidez, ¿no te parece? Un paseo no es un premio: es una necesidad. Es una obligación del dueño proveerle de paseos y ejercicio a su perro. Pero yo no lo sabía, como no lo saben la mayoría de los propietarios.
Así que, bueno, como se había portado “bien” (lo que significa “menos destrozos que normalmente”), le puse la correa. No habíamos salido de la casa y ya comenzó a dar tirones hacia la puerta, intentando salir a toda prisa. Yo tiraba hacia atrás y decía “no, Linda, hoy no, hoy tranquila”.
Evidentemente no me hizo ningún caso.
No sé lo que lo provocó. Ya no puedo recordar si fue un gato, o un chico con su bicicleta, o si fue el estallido del motor de un coche. Quizá no fue nada de eso, quizá solo fue un olor apetecible, quién sabe. Solo sé que de pronto Linda dio un tirón tan fuerte que su correa se me escapó de la mano, y echó a correr.
Fui tras ella llamándola a viva voz, pero giró por una esquina sin hacerme caso (nunca había aprendido a venir cuando la llamaba), y para cuando llegué allí ya… bueno. Linda ya no estaba.
La busqué la mayor parte de la noche, llamando aunque sabía que no me haría caso, porque nunca lo había hecho. En los días siguientes seguí buscándola, hice carteles, pregunté en la perrera a diario, a vecinos y a completos desconocidos.
Linda no apareció.
Ese fue el punto de inflexión para mí. Podría haber dicho que la culpa era de Linda por escaparse, pero no me engañé tanto. Era toda mía. No le supe enseñar a obedecer, a escuchar, a hacer las cosas que yo sabía que serían buenas para ella. No supe cuidar de mi perrita, y al final sucedió un accidente: que desapareció.
Y entonces empecé a investigar sobre perros, sobre su mente y su aprendizaje. No pensaba que recuperaría a mi Linda, pero al menos jamás volvería a cometer esos errores: si algún día tenía otro perro me aseguraría de enseñarle todo lo que un perro debe saber, y lo cuidaría como debí haber cuidado a Linda.
Marcos Mendoza
Creador de Secretos del Adiestramiento Canino